jueves, 5 de noviembre de 2009

Chicos y grandes

CRONICALLEJERA

Una manchita…

Lea Garciasainz

Un día, a Mario le pidieron que relatara cómo había sucedido todo. Apenas fue el viernes pasado cuando fue al centro con Sofía Catalina, a comprar una cámara para las llantas de la bicicleta y, en el camino de regreso, el conductor del camión les dijo que hasta ahí llegaba. Faltaban aún muchas cuadras hasta su casa, pero tuvieron que bajar porque mucha gente tapaba las calles, muchos carros estacionados; algo muy importante parecía ocurrir. Trató de recordar más detalles y empezó a contarlos:

La temperatura estaba como a cuarenta y cuatro grados; así lo habíamos visto la Cati y yo en lo alto del letrero del Centro de Ciencias, la verdad que del suelo salía como humito y subimos al camión porque los sapatos (de plataforma, como se estaban usando, por eso son con “s”) se ponían bien calientes y a pesar de lo ancho nos ardía la parte de entre cada dedo de los pies, como si no pudieran respirar ahí encerrados. Por eso decidimos no ir hasta allá a pie, y porque sabemos que luego huelen a quesos de esos europeos viejos. Entonces nos bajamos frente a la tienda de bicis. Ahí íbamos por la refacción (yo creo que el Poncho fue el que picó la llanta con algún clavo en la prestada, pero nada más me dijo que se le salió un poco el aire, pero ya ni modo). Entonces mi hermana fue por los hilos a la mercería y después íbamos a vernos en la parada de regreso. Ahí tomamos otro camión. Con el sol, todo estaba que ardía, y tuvimos que bajar pronto del camión porque el conductor dijo que no podríamos pasar, ya que había una manifestación por ahí cerca y las calles estaban bloqueadas. “Pues vámonos a pie, no hay de otra”, le dije a la Cati. Pasamos entre algunas personas pero luego se hacía más y más grande la bola de gente. Había una valla y tuvimos que detenernos. Ahí una reportera le preguntaba a un guardia si ya venía el Presidente, que a qué hora les habían dicho que llegaba. Tuvimos que permanecer ahí parados, a un lado del tambo de basura y cerca del auditorio donde se realizaría el evento anunciado de esa visita. Mi hermana arrugó como siempre la nariz, esta vez por el olor a hojas de tamal descompuesto y tomates ya con esas cositas blancas. Yo aguanté como pude el síntoma del mal olor, y le dije que en cuanto pudiéramos íbamos a movernos. Había que tener mucha imaginación para pensar que olía bonito, la verdad, mientras la gente se empezó a mover un poco, tratando de estar más cómodos, y empezaron a estirar las cabezas.

Entonces se acercó un señor peloncito, con cara entre alegre y algo nervioso. Saludaba a todos los que podía, muy sonriente. Llegó ahí, muy cerca de donde estábamos nosotros, y se quedó parado junto al guardia. Los dos esperaban algo, o a alguien. El hombre peloncito se inclinó y movió la espalda para asomarse como si alguien viniera entre la gente, hizo una seña al guardia como de que sí, abriendo los ojos, y entonces vi su lunar cerca de la boca. Otro hombre, saludando a todos, venía acercándose; el guardia seguía muy serio, y el hombre con su lunar se puso serio también con todo y su traje (¿a quién se le ocurre ponerse traje, con tanto calor?); pero el lunar se despegó de la barbilla y empezó a sobrevolar su bigote, mientras estaba cada vez más cerca de él aquel hombre que esperaban. Hubo uno, dos movimientos lentos con la mano para espantar la cosita oscura; el Presidente estaba a unos cuantos pasos, a unos cuantos centímetros. Ya muy desesperado, todo sudoroso, el hombre de traje no sabía qué hacer, puso cara muy amable y estaba tratando de decir algo, pero la manchita seguía moviéndose ¡cerca de sus labios, como si tuviera imán! Finalmente, se detuvo en su boca, y luego en la lengua del señor peloncito de traje, que con los labios entreabiertos y los ojos grandes, conteniendo las palabras que estaba desesperado por decir, finalmente se la tragó, antes de decir, como si nada hubiera pasado: “Lo estábamos esperando, señor Presidente, bienvenido a nuestras tierras”...

¡Ahí está! Ha hablado el testigo—dijo el juez—. No hubo mala intención en la muerte de la ciudadana. Homicidio imprudencial. Caso cerrado. El que sigue.

En torno del periodismo policiaco

CUENTO
Caído al pie de la letra
Todos los días

agonizaba

Faustino Plata

esperando

la crónica perfecta

sobre su muerte

Andrea Maralé

Agoniza, Faustino Plata. Tuvo un accidente y quedó en estado comatoso... El periodista metido a escritor de última hora no se atrevía a matarlo, y en cada nueva versión de las últimas circunstancias, antes de darle muerte por fin a teclazos, recapitulaba y prefería dejarlo unos días, sin reaccionar. Era injusto que muriera tan a secas, y en lunes, alguien que ni se sabía si era algún campesino de prosapia, que podría ser abogado, o hasta narcotraficante. Se le ocurrió incluso, al reportero, imaginar algunas preguntas más para la familia y los del hospital, y si había datos buenos de nuevas investigaciones, podría salir, por qué no, un buen trabajo, quizá de seguimiento informativo, y de aquel otro Faustino Plata este de él lograba tener más razones para morirse: ¿En qué estado se encontraba la carretera –tres veces construida según los informes del gobierno, según-?, ¿qué no había señalamientos cuando salía la camioneta de Faustino de la brecha cercana a El Rosario? ¿Han ocurrido más accidentes ahí? ¿Qué han hecho las autoridades al respecto?

El que jugaba de periodista a literato se rascó la barbilla. Le llegaron datos de accidentes, asesinatos, un siniestro y un robo de cajas de galletas marías de la tienda de don Valentín. “No”, le dijo tajantemente la editora: “de muerto para arriba”. ¿Y si Faustino Plata saliera de coma y se convirtiera también en reportero? Entonces lo mandó llamar, vuelto su jefe. La gasolinera Faja de Oro había ardido. El Tino fue al lugar. Bueno, sólo llegó a 200 metros. Se le adelantaron otros compañeros, incluyendo un fotógrafo principiante que quiso tomar las bombas de servicio, de cerquitas, Agarró su moto, su cachucha al revés y anduvo. Por fortuna que al buey no le pasó nada porque siempre consiguieron el líquido especial del aeropuerto para mitigar el incendio. “De todos modos si esto explota nos va a llevar a todos, a ti también, Faustino miedoso”, dijo. En fin que este personaje resultó bastante cobarde.

Al redactor de la policiaca se le ocurrió meterlo en alguna de las tantas historias que le llegaban al teléfono de su escritorio; lo invitaron a ver a unos muertos en el canal, pero tenía mucho trabajo de martes y no tenía ganas de ver panzas verdes. Le hubiera servido para saber cómo podía morir Faustino. Lástima que el boletín no tenía toda la información. Esta vez ni un camión guajolotero podía ayudarlo a atropellarlo, porque ¿cómo lo ponía debajo? Fuera de sí, iban y venían las escenas de todo, quitándole ese humor que necesitaba para el pinche cuento que le pidieron y él, muy ufano, dijo que cualquiera, mira, nada más porque todos se creen escritores pero no saben lo que es bueno, la talacha, tacha y gacha pero macha. Le ganó la risa, mientras se peinaba frente al espejo, acordándose de esa tarde que le dio al editor las fotos de los sujetos aquellos con la pistola al pecho y luciente dentadura y se quedó con las demás hojas para hacer lo que le tocaba, mientras recordaba también cómo ya en cortito le había dicho a uno de los compas, el primo del vecino, que aguantara un poquillo nada más, y que no se desesperara, que con lo bien que cantaba al rato le tomaban la foto pero en alguna revista de la onda grupera. Con sólo dos dedos, hiriendo la máquina vieja y emulando al profe Arnulfo que le enseñó cuando era plebe, los índices de cada mano como pies en polvorosa, en cuestión de poco tiempo reconstruían aquellos asaltos, aquellas muertes más decentes que las de ahora. No eran dedos que presionaran gatillos, aunque parecieran después de varios años de repetir, a razón de decenas de golpes por minuto, miles de golpes por semana, millones de letras negras por años calando en la blancura de las cuartillas, las mismas pulsaciones tan acostumbradas a acostar inertes o heridos sobres las páginas cafés, una y otra vez.

Al Rata, que lo agarraron por los mesmos motivos que al tigre de Santa Julia; a la pareja de tórtolos que sorprendió la clica, cuando sacudían ferozmente, con ardor la camioneta que estacionaban por noches seguidas junto al poste de la esquina de un barrio como cualquiera en Mazatlán. A una viejita que vivía enfrente se le ocurrió denunciarlos cuando celebraban su tercer día de luna de miel en la vía pública del barrio. Interrumpida por la chota y después de un arreglito, la pareja se dedicó a promover los anuncios de los moteles para consumo local, con descuentos especiales del 14 de febrero.

Qué decir de la línea que se le escapó el miércoles a un colega bien buena onda pero distraído: “El cadáver fue trasladado a la funeraria local para la reclamación de sus adeudos”. Cuántos recuerdos pasaron por esos días de salir de madrugada mojándose porque aquella camioneta de redilas era el bien más preciado, la conquista colectiva y solidaria que alguna vez tendría techo para que las manos no quedaran tan agarrotadas en la mañana como encajuelado.

Y los días de guardar. Los polis del parte apenas garabateado con unas cuantas palabras claves en el machote diario. “Sí, señor”, o “desconozco, licenciado”, le decían. Rostro enjuto, colaboración muy útil en los días de asueto en que casi nada pasa. Quién sabe por qué, a la mayoría de la gente que fallece se le ocurría hacerlo durante los fines de semana, de preferencia en domingo, especialmente cuando se debía a la necesidad de alguna muerte “más natural”. Bueno, cada quien muere como se le antoja... Como aquella vez de los que murieron de amor, tiesos en la cochera del motel porque les fue tan bien que se quedaron dormidos. Las idas y vueltas a la peni, los ministerios, los juzgados, las cantinas y la zona...

Se oyen varios tronidos. Salen las llamadas por radio. Se reportan las noticias. ¡Paren máquinas! Cinco corazones han dejado de latir en menos de una hora, uno de ellos del niño que vendía elotes y regresaba a su casa por la noche cuando fue sorprendido por las ráfagas de carro a carro. Bueno, había sorpresas lamentables.

Ahora veía el periódico de atrás teñido de tiña roja a lo cañón. Como si en la sangre negra del hombre acribillado y la señora ultimada hubieran ejecutado los cabrones el rescate de varias mariposas de algún coleccionista culiche, sin darse cuenta que eran cuatro plebes los que quedaron con los ojos llenos y la boca vacía. Pero por cada nota extra, premio. Esos sí que estaban al servicio del plomazo y de sacar a los parientes tan desnudos de muerte que de tan inesperada nunca se pensó tan avergonzada.

Y el Faustino, que no quiere morir. Su crónica roja es una lenta agonía. A este paso, iba a perder la apuesta.
No podía darle entonces cran al Faustino y terminar con el cuento que le encargaron para que se entretuviera mientras se recuperaba de la incapacidad. ¡De un choque con tráiler, como él! No, no tenía chiste.

En fin, que este Faustino es muy duro de matar. Tan fácil que mueren otros. Hasta toreros, que después de tantas cornadas quedan por ahí atropellados o se les complica todo por una gripe, hasta poetas, de hipotermia por andar de parranda lloviendo en pleno fin de año, o científicos por las fracturas al caer mal mientras se bañan; nadadores, por andar de valientes en el Pacífico que en su vientre nada tiene de este nombre.

Este cuerpo todavía lo tenía ahí, caliente, el nuevo escritor, frente a una máquina por primera vez preguntándole cosas y él, cero. Mientras se acomodaba en la silla, sintió un poco de dolor en el pecho. En eso tocaron la puerta. Estaba empezando a estar más inspirado para fraguar, definitivamente, el término de los días de Faustino, y dar paso a la nueva gloria de él, inventor para la posteridad del Faustino siempre huérfano de muerte.

Una mancha de café había caído sobre la página, y se mezcló con la ceniza de la mesilla. Regresó. Junto a las líneas de la notificación que leía, sentado en la cama el creador del Faustino sin destino se percataba del cheque adjunto del que hablaba la carta. Después, los dedos poco antes sobre el teclado cayeron sobre los costados. El alma se le fue yendo lenta, fríamente, tan delgada como su cuerpo.

El siemprevivo, de pie, observaba como si saliera de las hojas, tomando cuerpo mientras su protector leía el mensaje, impreso con letra de computadora: el periódico saludaba, deseaba una pronta recuperación de la incapacidad; agradecía todo aquel trabajo de tantos años. Y explicaba, en perfectamente bien simulado revés, que ya no tenía suficiente dinero para pagar por los difíciles días venideros. Después del último suspiro, entonces, Faustino se puso ante la máquina, sacó la hoja, y recomenzó la historia...

fjaril_68@yahoo.no

* Andrea Maralé eligió el periodismo en América, y constante ronda las bibliotecas y los movimientos de correctores, grafistas, amantes de las letras y de los libros que circulan junto al devenir mundano y la vida virtual que esbozaría Pessoa como un continuo paraje, que bien puede ir a veces hasta el polo norte. Este cuento se escribió en dos noches. Primero entre los tecleos de un diario de Toluca, Liberación, hasta emprender este vuelo de tinta en Ríodoce, incansable rasgo del periodismo sólido.